Florcita Rejis
Uno de los desafíos más demandantes que vivimos en la actualidad es poder lograr la atención plena en nuestro día a día. Con mucho pesar, somos testigos de seres humanos corriendo como locomotoras sin rieles, en permanente apuro y sin tener muy claro, cuál es el verdadero destino.
La humanidad sufre diariamente de una sobrecarga importante de estímulos que lastiman, distraen y deterioran a nuestros tan sensibles sentidos. Los maestros, no son la excepción. Las demandas, las exigencias, son tan altas que muchos de ellos dejan de sentir, dejando al corazón de maestro, herido, solo, confundido, distraído y apartado de la esencia y el propósito que lo llevó a elegir su misión.
El sentir que el tiempo se diluye imperceptiblemente, sin poder hacer contacto consciente con el tiempo que transcurre, es una señal inequívoca que estamos descuidando nuestro precioso corazón, nuestra esencia misma, nuestro jardín interior, nuestro hogar espiritual, lo sagrado en cada uno de nosotros.
Los maestros, son seres humanos únicos por lo maravilloso y noble de su misión. La presencia de los maestros en nuestra vida es indispensable, los necesitamos como guías, ya no tanto de conocimiento, pero sí como insustituibles luces que alumbran y gentilmente acompañan los pasos de los corazones que coinciden con ellos en sus aulas.
Debemos acompañar y guiar el andar de nuestros maestros, invitarlos a crear espacios de luz, calma y quietud en sus aulas, para que, desde una relación armoniosa dentro de ellas, puedan encontrar la oportunidad de diseñar procesos conscientes que ayudarán a instalar aprendizajes significativos, los cuales ayudarán a alcanzar las competencias deseadas dentro de sus programas académicos.
Los maestros, necesitan encontrar momentos de pausa, quietud y silencio en el día a día. Necesitan tener la oportunidad de visitar su corazón y comenzar el proceso hacia la contemplación interior. Este proceso, es el comienzo de una práctica que lleva a contactarnos con los milagros cotidianos, esos tan sencillos y obvios, que distraídos, no los vemos, y mucho menos llegamos a apreciarlos y a valorarlos como verdaderos manantiales dentro de nuestra vida.
La práctica contemplativa de sencillez, el ejemplo diario y el bienestar dentro del aula, que ladrillo a ladrillo construye, la armonía dentro de ella, impacta y hace que mente y corazón se conecten en una emoción, transformando cada experiencia, cada aprendizaje, en un recuerdo significativo, activando la memoria a largo plazo de todos aquellos que participan y comparten dentro de un aula con espacios de contemplación.
El Dr. Wayne Dyer (1940 – 2015) decía, “Creer es Crear”, apostar al cambio, tener fe en la fuerza transformadora que comienza silenciosamente en el interior y se hace visible en nuestro diario vivir. Desarrollar el hábito de la observación, uno de los peldaños más importantes dentro del método científico, se conecta con la práctica contemplativa tan necesaria para desarrollar el hábito de la pausa, dándonos la oportunidad de disfrutar de los casi imperceptibles detalles que nos rodean.
Las aulas son los espacios perfectos para que los milagros de transformación interior ocurran, los maestros, los guías capaces de guiar y hacer posible el proceso de creación de aulas contemplativas las cuales, sin lugar a dudas, generan espacios de aprendizaje únicos por ser estables, organizados, enriquecedores, creativos, conscientes, pacíficos, compasivos y por sobre todas las cosas, serenamente atentos a cada vivencia.
Ser capaces de contemplar, trae consigo calma, gozo, alegría, satisfacción espiritual. Abrir la puerta hacia nuestro jardín interior, a través de nuestros sentidos, hará que disfrutemos de una experiencia sencilla y profundamente espiritual. La contemplación es simplemente, prestar atención, es aquello tan sencillo que se acurruca en silencio, esperando ser descubierta en los pequeños milagros que quietecitos esperan ser descubiertos.
Contemplar es observar, es empezar a percibir detalles a través de cada uno de nuestros sentidos, es tener la oportunidad de agradecer, es sentir gozo y plenitud en silencio, desde la calma.
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